Jon sin hache.

 Hoy es el día que muero. 


No lo recordé con la psicóloga, pero la primera vez que sentí un ataque de pánico fue cuando tenía menos de cuatro años. Muchas personas subestiman su propia memoria; en realidad podemos recordar cosas de cuando aún ni hablábamos, pero tal vez es porque lo que sucede cuando no podemos hablar es lo que más nos aterra, seamos niños o no. Yo tenía menos de cuatro y llevaba una botella de malta en las manos, ambas manos, porque me gustaba —y me gusta— agarrar las cosas bien. Mi madre, una figura altísima y estilizada perdida en la luminosidad púrpura del cielo, caminaba a mi lado. Y a su lado, la mujer que me cuidaba durante las mañanas cuando mi madre debía salir. Tropecé con mis propios pies y la botella cayó, quebrándose entre burbujas y líquido ambarino. Tardé un par de segundos en procesarlo, y fue en ese mismo intervalo de tiempo que sentí cómo la sangre descendía de mi cabeza y dejaba mis extremidades drenadas de movimiento; mis manos se sentían como si las hubiese pisado con la puerta y mis piernas no reaccionaban. Comencé a llorar, histérico, pero silencioso. Mi madre, quien nunca me había puesto un dedo encima, sólo me hablaba e intentaba consolar, quizás entendiendo que sentía miedo de ser amonestado… miedo, no sé si esa sea la palabra. Como tampoco sabía qué me decía ella, sólo podía hipar y temblar, hipar y temblar, no sabía qué pasaba, no entendía ni mis palabras ni las de ella, todo era enorme se convertía en un rompecabezas amorfo e irreconocible para mí. Mi madre era mi madre, pero no era mi madre. Tenía miedo, mas no. Yo era yo, pero no sabía qué era yo en ese momento. Cuando eres tan pequeño tampoco lo tienes muy claro. No lo entendí hasta mucho tiempo después, porque seguí sin saberlo. 


Mi nombre es Jon, sin hache. Tengo veintiséis. ¿Alguna vez has sentido pavor, auténtico pavor de olvidar cosas? no hablo de olvidar el cumpleaños de tu hija o el pago del alquiler: olvidar algo que se supone deberías recordar. Me duró un par de años hasta que lo cambié por el miedo a la posibilidad de que mis recuerdos no fuesen mis recuerdos. He dicho «miedo» tres veces, cuatro con ésta, en menos de dos páginas, ¿crees que es extraño? la primera vez que me metieron una polla a la boca se sintió como cuando me metía los dedos a la garganta. No recordaba haberme metido los dedos a la garganta. Pero sentía que tampoco era la primera vez que tenía una polla en la boca. ¿Ahora lo entiendes? creo que muchos lo hacemos, pero pretendemos que no. Nos alarmamos con las noticias y los posts sobre salidas del clóset del abuso como si no conociéramos a nadie así. Y no hablo de la víctima, sino del agresor. Nos hace ruido, y nos convencemos que es por empatía. No te mientas, sabes de qué hablo. Tú tampoco recuerdas cosas, pero es porque has querido olvidarlas. Yo no.


Porque cuando olvidas algo, te mata. Y culpas a todo lo que parece familiar, es un déjà vu de inconformidad e ira, te enoja, te enoja tanto…


No me mires así. 


La primera vez que me autolesioné conscientemente tenía diez, y fue con hojas de papel. No estoy siendo poético. Miraba al ropero donde mi madre organizaba las prendas de ambos y, ahí, en el compartimiento más bajo y accesible para mí, estaban las hojas del cole. No sé por qué lo hice, sólo sé que deseaba hacerlo. Cogí una de las hojas y acaricié sus esquinas con la yema de los dedos; blancas y nuevas, olían a manualidades. Deslicé el filo varias veces por mis nudillos, todos, comenzando por la mano izquierda. Dolía y ardía como picadas de abeja, soy alérgico a las abejas. Pero no me detuve. Llorando y con el corazón a mil, hice lo mismo sobre mis rodillas y la parte de atrás de mis tobillos. No pasó mucho tiempo antes de que mis uniones se hincharan dramáticamente y supuraran histamina y sangre, tan roja como el caramelo de fresa, tan roja como es toda herida superficial. Eran ampollas pequeñísimas como los ojos de un bebé recién nacido con los parpados adheridos en legañas. Lamí la sangre y el agua dulzona que sellaba las hendiduras, rascándome las manos con los dientes. Ya no había sangre, pero sí dolor. 


Fue la primera vez que le mentí a mi madre y que ella me mintió a mí, aunque de lo segundo no estoy tan seguro. Salí de nuestra habitación y me acerqué a la silla donde ella leía el periódico. «Me caí sobre papel y me corté» dije, sin más, creyéndomelo. Ella me cuestionó, luego calló. 


Nunca más hablamos sobre aquello.


Lo más divertido de descubrir que eres masoquista es separar el dolor agradable del desagradable. No me excita el dolor. Sólo me hace sentir bien. Nada me excita. Pero no me siento bien si me lastimo… queriendo lastimarme. Lo atractivo del dolor no es la herida, es la cura. Después del golpe, la caricia no te toca superficialmente, te penetra, te llega al hueso pasando por el músculo tenso y electrificado aún. Tal vez es mi egocentrismo refocilándose en el premio de la disciplina, en sentirme recompensando después de ser arruinado. Cuando le dices esto a algunos, te miran con asco. Otros esperan ser recompensados también y esperan que les des sexo. Muy pocos lo entienden, muy pocos sienten verdadero placer en reventar la llaga, en quemar la carne… lo cierto es que les gusta hacer daño, no que disfrutes recibirlo. Así que me tocó jugar conmigo mismo porque sólo yo seguía mis reglas. 


No me importaba ser apretujado hasta fracturarme siempre que hubiese satisfacción en el otro. 


Mas nunca la había.


No era suficiente.


No fui suficiente.


Hoy es el día que muero y creo que entiendo un poco el miedo que sentí antes de los cuatro. Y a los cinco, y a los nueve, y a los quince, y a los diecinueve. Sabe a sangre, a saliva con nicotina, a bilis, a pus, a antibiótico y a infección.


Hay una niña llorando porque no le han comprado un helado, su madre grita. Grita. No entiendo qué dice. Es una mujer larguísima en una superficie sin profundidad ni relieve, un fondo zarco y carbón. El chirrido de los automóviles y la contaminación se convierten en un cóctel abstracto que me genera insuficiencia. No sé de qué, pero me hace falta. Pero no lo quiero. Pero lo necesito. Pero me da asco. Pero lo tengo. Pero me lo han quitado. Pero-no-puedo-hablar. 


La niña me tropieza, en medio de su berrinche sólo soy un objeto inamovible en medio de la acera. La madre la amonesta. Yo les sonrío a las dos. Debajo de nosotros, unos veintitantos metros, la autopista fluye como balines de juguete. Pium, pium, pium


Me dejo  caer.