Anémona.

Bzz, bzz.

El zumbido frágil de unas alas tornasol me mantiene despierta. Chocan contra la boca fría y pintada de labial y azúcar de la botella verdemar. Bzz, bzz. Observo cómo las franjas negras y amarillas se deforman a través del vidrio, haciéndose frágiles, fuertes, chiquititas. ¿Sabías que existe un color extra en el arcoíris? uno que el ojo humano no puede percibir. Justo después del violeta del nacimiento del arco... le dicen ultravioleta. Ni tú ni yo podemos verlo, pero las abejas sí. Pueden ser condicionadas a seguir la luz si se les ofrece un premio, una recompensa dulce que las seduzca. Mas desde nuestra perspectiva no están yendo más que a la oscuridad.

La abeja vuela, zumba, se golpea y baila alrededor del aro húmedo, pensando en si entrar o no. Yo pienso en el ultravioleta y pienso en ti.

Sabía muy bien a dónde iba cuando te buscaba. Sabía muy bien qué rastro seguía. Me interné en el dédalo retorcido de tu tristeza y ahora es sólo tuya y no soy bienvenida. Ahora sólo hay espejos sin reflejo donde antes me sabía por ti, que me conocías tan bien. Y eso escuece más que el apego, que nunca existió... que me conocieras sólo puede ser sinónimo de que nada fue accidental. Este dolor es orquestado, esta ausencia es advertida.

Y, como siempre, me has hecho elegir a mí. Siempre.

La primera vez que me tocaste con tus dedos de anémona algo dentro de mí colisionó; mi fuero interno se sacudió desde sus orígenes, dejándome laxa en tu abrazo. Juraría, cariño, que tú también temblaste.

El pequeño insecto se atreve, finalmente, a entrar. Su tamaño se dilata por un momento en el cuello largo de la botella como se dilataban tus manos en el mío. Cae, cae, cae, cae... y se empapa. Sus pequeñas alas se impregnan del líquido, demasiado viscoso para su peso, y se hunde en el fondo escaso que no ahoga, pero tampoco le deja salir. Es una muerte lenta, eterna, como asfixiarse entre mordazas de satén mojado.

Yo también perseguí una luz ultravioleta aunque tú sólo vieses oscuridad.

También perseguí tu luz.

Dijiste que estarías aquí siempre que así lo quisiera.

Giro la botella, el líquido se corre hasta desbordarse en gotas minúsculas sobre la mesa de cristal que maximiza mis piernas como una lupa sin pudor. Y ahí cae la abeja, cansada, viciada...

La dejo respirar, dándole pequeños soplos de aliento que no tengo. Estoy segura que siente frío, pero el frío seca, cauteriza, cura. Mata para dejar vivir.

Sus alas comienzan a moverse con mayor libertad, aún aturdida, intenta volar. Cae. Descansa.

Recuerdo cuando me decías que sólo debía acudir a ti cuando todo estaba mal conmigo, aquí dentro...

Se levanta con torpeza y comienza a volar. La contemplo, me llena de cierta ternura que daba por olvidada. Y veo cómo se muda de mesa, a otra botella vacía, a otra muerte.

¿Pero a dónde voy si lo que está mal aquí dentro eres tú?