Veinticuatro horas.


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Siento la aguja penetrar mi piel. Me tiembla la pierna, no puedo controlarlo. A mi lado la bandeja de utensilios asépticos y brillantes refleja mi mandíbula tensa. Aprieto los dientes.
No duele, realmente. Es como una picadura…
Estoy sudando. Odio sudar. Odio sentir la piel húmeda. Mi pierna no deja de temblar mientras retiran la aguja y la goma de mi brazo; mi sangre yace depositada ahí, en ese pedacito de vidrio tan pequeño. Lo observo por unos segundos antes de que el joven de pijama aguamarina me devuelva a la realidad apretando un algodón frío de alcohol encima de la minúscula herida. Algo se me retuerce en las tripas cuando lo veo sonreírme, pero no digo nada, sólo asiento a todas sus instrucciones.
Veinticuatro horas.
Tan sólo veinticuatro horas.
En estos seis metros, no, ¿ocho? ocho metros cuadrados sólo puedo escuchar el tintineo de la puerta abrirse en la sala de espera. Me levanto, el brazo levantado, cogiendo un bolso invisible lleno de inercia, rodeo el biombo de bambú que me daba algo de privacidad, separándome de los rostros de las otras mujeres que esperaban sentadas. ¿Venían a lo mismo? ¿todas esperaban la misma respuesta? me sentí avergonzada. No sé con quién, creo que conmigo misma. Sentía que había hecho algo mal.
Estaba haciendo algo mal.
Estaba mal.
Mi pierna no había dejado de temblar al llegar a la oficina. Preparé café, dije que me sentía mal y me encerré en el baño. Vomité. La pálida bilis flotaba en el agua turbia del retrete. Vi cáscaras de tomate y pan sin digerir aún y sentí sorpresa, la primera emoción que se pudo sobreponer al pánico dormido en las últimas horas… ¿cuándo había comido eso?
«Ah… anteayer… comí anteayer.»
Veinticuatro horas.
Tan sólo veinticuatro horas.
Dejo el trabajo temprano; cada ruido, cada voz es una puñalada en mis tímpanos, pero al mismo tiempo no logro escuchar nada. Pienso en la sangre, en la aguja contaminada de mi dermis, en la mirada de soslayo de las mujeres de aquel consultorio barato… aprieto el paso, aprieto las piernas. Me tiembla la pierna. No ha dejado de temblar.
La calle es un camino de bruma y humo de vuelta a casa, la intermitente y macilenta luz de las farolas apenas logra encender mi reflejo en las vitrinas de las tiendas abiertas. Veo una figura neón, gelatinosa y lúbrica… parpadeo, sólo está mi viejo uniforme azul y mis piernas enjutas y desnudas de rodilla para abajo. Acomodo mi falda por costumbre. Ruido… hay tanto ruido. No puedo soportarlo.
El apartamento huele lejía y canela, lo primero porque he limpiado seis veces en la mañana antes de partir, y lo segundo por el ambientador que uso para pretender que vivo ahí y no en las aulas de la universidad o en recepción atendiendo clientes neuróticos. Busco a tientas el interruptor para encender la luz mientras me quito los zapatos.
Veinticuatro horas.
Quiero no pensar en cómo he llegado aquí, pero mi mente se mofa, rebelándose cínica. Arranco la curita de mi sangradura, el algodón cae con parsimonia en la alfombra azul eléctrico... mis pies enrojecidos, hinchados, palpitan contra la suave superficie de peluche. El piso es algo irreal para mí. Aprieto los dedos de los pies para convencerme de que estoy ahí, parada.
Mientras avanzo me sostengo de la pared, el papel tapiz de flores lilas me ofrece un extraño soporte que me resulta al mismo tiempo familiar.
Abro la puerta de mi habitación. Siento su mano sobre mi cabeza, hundiéndome en la almohada. Desabotono mi chaqueta. Intento girarme, pero su peso me inmoviliza. Me quito la blusa. Me dice que me quede quieta, que sabe que en el fondo lo quiero. Bajo el cierre lateral de la falda. Su mano libre se deposita en mis bragas, haciéndolas a un lado aunque intente mantenerme cerrada a su avance. Me dejo caer en la orilla de la cama, abrazo la almohada. Siento que algo se rompe dentro de mí, pero no sé exactamente qué; él suda, él rasga, él hiere…
Entorno la mirada sobre el portarretrato en la mesa de noche, ahí, bajo la lámpara de papel ennegrecida por los años, veo su rostro. Y el mío. Nos besamos. Me veo extrañamente feliz a su lado. Segura. Una parte de mi desea deshilvanar ese recuerdo, partirlo en pequeños pedazos que deshacer entre mis dedos. La otra siente que no corresponde a ellos. Que nunca sucedió.
Parpadeo y siento la estocada en la ternura de mis paredes. No quiero pensar en esto. No quiero pensar. Me obligo a cerrar los ojos aunque tema a no ver, a no prevenir, sujetando mi vientre. Hay gusanos comiéndose la carne bajo mis uñas, los siento, se contonean como pequeñas frituras en mis pliegues… mis pliegues…
Algo se contrae dentro de mí, patea mi útero con saña. Me muerdo la lengua, el sabor férreo que inunda mi boca silencia el quejido que viene después. Otra patada. Otra contracción. Me giro sobre mi espalda y siento que la cama me absorbe, como él. Me retiene. Tuerzo mi cuello y logro ver a esa masa asquerosa moverse dentro de mi abdomen, descender hasta mi pubis, estirando la piel bajo la ropa interior, deformándome. Otra contracción. Grito, pero no escucho nada. No quiero pensar.
Respiro. Pujo. Respiro. Respiro. Respiro. Pujo. Me aferro a las sábanas y siento mis uñas torcerse contra las palmas de mis manos hasta romperse y romperme. No quiero pensar.
Otra contracción. Pujo.
Me tiembla la pierna. No ha dejado de temblarme.
Mis rodillas se separan en la necesidad de dejar ir lo que dentro de mí brota, abriéndose paso en carne viva dentro de mi canal. Estoy sudando. Odio sudar. Siento el pozo cálido crecer bajo mi espalda y correr por mis sienes. Me ahogo. Respiro, pero me ahogo. Duele. Esto duele. Me destroza.
Puedo sentir las miradas de aquellas mujeres en mí, están alrededor de la cama diciendo algo que no entiendo. Alzo la cabeza y a mis pies está el sujeto de pijama aguamarina, mirando mi centro, riéndose. Me siento sucia. Pegajosa. Él se sigue riendo y acerca sus manos con guantes, hurgando en mi herida abierta, dilatándola con sus larguísimos dedos. No puedo moverme. Vuelvo a pujar.
Siento la carne de mis entrañas deshilacharse como un trapo viejo, algo me araña profundamente, me corta al salir. Hay agua, sal y una sangre grasosa y putrefacta en el colchón. La sangre mancha los guantes del tipo que sigue mirando a mi entrepierna, sonriente. Sus ojos son dos rendijas finas y negras que derraman una brea hedionda que me recuerda al huevo podrido. En sus manos sostiene un ovillo compacto y casi perfecto de alambre de púas del que prenden trozos de mi piel.
Mi cabeza cae sobre la cama.
Las mujeres siguen hablando, pero ya no puedo ver sus labios moverse. Todo se hace borroso, inestable. Hay un eco en mi cabeza diciéndome que me mueva, que reaccione. Ya no me tiembla la pierna.
Despierto convulsa en una cama mojada de sudor y orina. El resplandor que se cuela entre las cortinas me hace saber que es de día. Todo está mojado. Odio estar mojada. Mis piernas pican por la orina secándose.
Me reclino y dejo correr mis dedos entre mis muslos, se sienten pegajosos. Están más húmedos que el resto de mi cuerpo.
Estoy sangrando.
Por primera vez en dos semanas, lloro.