Tic.

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Una vez el psicólogo me pidió me dibujara a mí misma. 
No pude, dejé de ir a terapia. 

No me he dibujado a mí misma desde hace casi seis años. Es extraño. Aquella vez me dibujé junto a alguien que amaba y que veía en mi espalda llena de moratones y arañazos un cielo estrellado, según sus propias palabras. La primera vez que no hice lo que quería me me dijo que de no ser porque follaba bien habría vomitado por tocarme. Que le asqueaba sentir las ronchas de sangre e histamina. 

Recuerdo haberme restregado casi toda con una esponja empapada en cloro esa misma noche. Cuando vi la sangre coagularse bajo la delgadísima capa de piel irritada en mis brazos supe que debía detenerme. 

Pero no podía.

Pasaron meses antes de que desaparecieran las marcas. 

Casi seis años, veo menos y se me notan más las costillas. Hay tres lunares perfectamente distanciados en mi hombro derecho y mi espalda tiene una forma extraña. Y es demasiado ancha. 

Cuando me dijeron tenía una manía había pasado media hora limpiando mis uñas cortas de una capa de mugre que nadie veía, pero yo sí. Me reí. Ahora mis uñas están largas y me levanto doce veces, exactamente doce veces, a revisar si he pasado llave a la puerta. No puedo dormir si no es así. 

Siendo honesta, no he dormido en días. 

Cuando duermo es porque han pasado las horas suficientes para consumir toda mi energía al punto de no poder moverme o de ver siluetas trepándose por la pared. A veces asusta. 

Siempre he pensado que amar es darle el permiso a alguien de lastimarte confiando en que no lo hará. 

Tarde o temprano ese cielo estrellado volverá a darle asco y no sé qué tanto dolerá volver a verle la cara a la náusea de quien quiero. Creo que amar me duele.