Betelgeuse y los girasoles

 Hace mucho, mucho tiempo, existieron dos reinos. El reino de El Sol, y el reino de La Noche. Envueltos en magia y poesía, sus muros se alzaban cada día para dar paso el uno al otro, sin tocarse siquiera, pues dentro de sus paredes una maldición se cernía para protegerlos de los errores mundanos.


Betelgeuse, reina de El Sol, sufría la maldición de la luz. Ciega de nacimiento, sus ojos jamás verían el ocaso de su reino, y aunque su magia era la de aquel astro, no podría saber cómo pintaba sus callejones. Había nacido de la tierra, entre girasoles y espigas de trigo tostado como su piel.


Brisa, la princesa de La Noche, por otro lado, sufría la maldición del silencio. Privada de llanto al nacer, en brazos de nadie y sola en el manglar, no podía emitir sonido alguno, ni cuando sentía alegría, ni cuando sentía tristeza. Sus pasos eran mudos y su respiración inexistente, como la de un fantasma; y así su silueta, una sombra sin gestos. 


Un día, tras la caída del muro, Betelgeuse abandonó el castillo con sus piecitos descalzos. Podía escuchar el ala de las aves partir el cielo zarco, y la sutil risa del arrollo, quien la guió a las fronteras de su fuero. Aquellos que traspasaban los límites del reino se perdían en la oscuridad del de La Noche, pues en aquel no existía luz y se escondían las fieras y monstruos que no podían sobrevivir a la luz de El Sol. Sólo los brujos de cada reino podían cruzar esas paredes sin morir... 


Pero Betelgeuse nunca había visto la luz, y la oscuridad eterna no era más que la narrativa de su propia carencia.


Cruzando el puente, sus huellas dejaban un rastro dorado que se desintegraba en pequeños esporas doradas de luz, luz que moría ahogada en la densa penumbra. Su largo cabello ébano arrastraba tras ella, sobre las hojas y tierra húmeda; La Noche debía ser un lugar muy frío, pensó, recorriendo con sus dedos la corteza de sus árboles. Escuchaba sonidos que no conocía; había trinar, pero no pájaros. Había crujidos, pero no del galopar de los caballos. No tenía miedo, sin embargo.


Y aquello, al manto que la arropaba, le parecía extraño.


Brisa estaba acostumbrada a ver a hechiceros y su casta hurgar en sus confines, mas aquella criatura de pies desnudos y pisadas de luciérnaga no olía, ni lucía como uno de ellos. Su uña de aguja recorrió el vacío que había entre el mentón de Betelgeuse y ella, respirando su aliento, estaba terriblemente cerca de su boca en todo el camino y ese pequeño ser no podía verla. Y por supuesto, tampoco escucharla.


Betelgeuse se detuvo, espantada, al sentir sus pies hundirse en algo fangoso. Su corazón no lo hizo, sin embargo, brincaba como una liebre enjaulada en su garganta. Se arrodilló, sintiendo el agua helada humedecer su cabello, y dejando correr sus dedos largos sobre el terciopelo de lo que descubrió eran hongos. La Noche también los tenía, entendió. Pero su tacto era distinto.


Se detuvo al sentir el abrigo mohoso sobre sus mejillas. Los dos ópalos que adornaban sus ojos se abrieron, temerosos, detrás de la cortina oscura de sus cabellos, pero no pudo moverse. Sentía la respiración de algo acariciando el puente de su nariz, pero no escuchaba que respirara. 


Brisa observaba a la reina con el detenimiento propio de un plebeyo a su dios; ¿acaso aquella criatura deseaba morir?, ¿cómo es que no temía por la oscuridad de su alrededor? Acunaba el rostro de Betelgeuse con sus dos manos lánguidas, con pequeñas y húmedas falanges que se hundían en la piel de arena, con cuidado, pero también firmeza. Sus rizos hacían cosquillas en la frente de la criatura de luz, que no pudo contener una pequeña risa.


Brisa soltó su rostro, retrocediendo con un gruñido que nadie oiría. Pero Betelgeuse la detuvo, sosteniendo su brazo. Ahora estaba arrodillada a su tamaño, y lo que era su brazo se convirtió en un lo que entendió era un hombro, y luego un cuello, que se encogió contra su palma caliente. La princesa no sabía cómo reaccionar a tal imposición, nunca nadie se había atrevido a tocarla: los brujos sólo recurrían a ella por el amparo de sus bosques, y en las historias de los libros siempre había sido retratada como una fiera sin nobleza. 


Frunció el ceño con indignación cuando sintió los dedos largos de la otra acariciar sus labios, que cedieron sin razón a abrirse. Betelgeuse no parpadeaba, la contemplaba con sus yemas, que recorrían la corona de dientes adornada por lo que vio —con su piel— que eran colmillos pronunciados y filosos, como los de una bestia. Pero en lugar de temer, suspiró.


«¿Cómo sabré que estás aquí si no puedo escucharte hablar?»


Brisa la miró, sus pupilas amargas dilatadas en sorpresa. 


El trinar de los grillos aumentó, haciéndose casi ensordecedor. Por supuesto, Betelgeuse no sabía qué eran aquellos bichos, pero aceptó esa respuesta.



Cada ocaso, la reina abandonaba la calidez de El Sol para encontrarse en con Brisa sobre sus lagunas. Fascinada con la arena de su piel y el cantar de su voz, la princesa de La Noche preparaba una orquesta de sonidos para su invitada; las nubes se escuchaba como la respiración de un bebé, el rastro de las serpientes decían que la había extrañado, el croar de las ranas significaba alegría... y sus labios, y su cuerpo, finalmente, eran un mapa exclusivo para Betelgeuse, quien aunque debía regresar cada amanecer, llevaba consigo la protectora oscuridad de la morada de la princesa.


Las estaciones pasaron y los muros se alzaron y cayeron cada día, así como cada día El Sol encontró a La Noche. 


Hasta que la maldición de El Sol sovacó a su reina. Despierta entre pesadillas, el hado de su realidad había arrebatado lo que más quería: el suspiro del día, las risas del pueblo, el gotear del arcoíris. Sólo había silencio, mórbido, tortuoso, y asfixiante silencio.


Corrió, desesperada. El brillo de sus huellas era turbio por el cristal de sus lágrimas que lo apagaba. Cruzó el puente, el bosque, sus sollozos eran como dagas que violaban la paz del templo.


Brisa acudió a sus quejidos, como quien busca a un cervatillo herido. Su presencia pasó desapercibida por Betelgeuse, quien arañaba las raíces de los árboles y se dejaba la piel de las rodillas contra la tierra.


«¿Dónde estás?»


Gimió.


Brisa no entendía cómo no podía escuchar el cantar de los grillos ni el silbido del viento, pero al intentar alcanzar el cuerpo de Betelgeuse, se encontró a sí misma en llamas. Dolorosas y crueles. Lloró, pero ningún sonido salió de su garganta.


«¿Cómo puedo sentir un amor que no puedo ver ni escuchar?» 


La voz de Betelgeuse se hundió en su centro como una aguja envenenada. 


«¿Si realmente me amas, por qué no hablas?»


Gimoteó, la oscuridad del bosque ardía en luz, calcinando la vida tras ella. Cada intento de Brisa en acercarse sólo resultó en dolor, pero su piel no ardía tanto como su garganta queriendo gritar.  


Entonces se rindió.


Sus canicas tristes se resignaron a una última pintura de los ojos de cristal de Betelgeuse, a los que recordó curiosos y cándidos la primera vez. Ahora inyectados en sangre y desasosiego. El Sol podía vivir sin La Noche, pero La Noche no podría existir sin El Sol.


En un último aliento, la princesa se entregó al fuego de la ira de Betelgeuse, abrazando sus brasas y acunando su cuerpo tenso como la cuerda de un violín. 


«Querido Dios, si aún hay un cielo para mí, hazme brillar en él... conviérteme en luciérnagas para adornar sus sueños, en agua para lavar sus lágrimas... dame una voz, te lo ruego, tan solo una vez...»


Perdida en su silencio, Betelgeuse se apagó, convirtiéndose en un atardecer eterno y tornasol.


Sin noche de quien esconderse, el reino de El Sol no volvió a alzar sus muros. Mas, con la llegada del crepúsculo, podían ver a su reina cruzar el puente, una y otra vez. 


Sin escuchar el eterno ulular que la seguía en la penumbra, como un espectro que le rezaba, cada día, con un amor mudo.