Una de las preguntas rutinarias cuando
vas al psicólogo la primera vez —y por esto odio cambiar de psicólogo, es la
única relación estable que ansío—, es cuál es tu relación con tu sexualidad. Y
es que claro, es muy probable que todos hayamos sido violentados en algún
momento. Otra cosa es que no lo asimilásemos como algo traumático y fuese, sin
más, una experiencia que de vez en cuando nos hace sentir inseguros de nuestra
condición humana o, en el peor de los casos, pueda incluso parecer provocadora.
La parte más difícil de ser víctima de abuso es preguntarte si esa pequeña,
ínfima, casi imperceptible parte donde creíste sentir gusto por el asunto fue
en realidad placer o una pantalla gelatinosa en tu cerebro actuando para
protegerte, para no sentir dolor. Pero no es de lo no deseado de lo que quiero
hablar, sino de lo que, al menos, pasa elípticamente por el aro del
consentimiento.
La asexualidad es una constante
contradicción entre el cuerpo y la mente. No tanto las emociones, eso viene al
final.
Como muchos, no entendí mi sexualidad
hasta pasada una etapa de errores sin ensayos que no me gustaría repetir. A
diferencia de mis amigas, que gustan de otras amigas, yo siempre supe que me
gustaban las mujeres. Las niñas, como yo. Pero, y aunque los impulsos sexuales,
primitivos, sean algo natural en la infancia, en mi caso no hubo nada de eso.
Mi fijación hacia mis compañeras caía en la admiración mojigata, aquella que
confundí con necesidad de aprobación por mis iguales hasta llegada mi
adolescencia, cuando se me fue metido en la cabeza que eso de dibujarte con
otras niñas y escribirles cartas de amor no estaba bien. Por suerte, fue un
poco más sencillo para mí que para aquellas chicas con una preferencia
exclusiva, pasados los dieciséis descubrí que también podían gustarme los
chicos, y aquello sí me resultó sorpresivo. No era un interés tan significativo
como el que sentiría por mis profesoras o por las protagonistas de mis libros
preferidos, sino algo más condicionado, menos inmediato, más… complejo. Las
mujeres podían gustarme por ser mujeres, sin más. Con los hombres no era tan
sencillo. ¿Tendría que ver con haber sido asociada a su masculinidad tanto
tiempo? No lo sabría decir. Tampoco significaba que sólo viese un cuerpo cuando
se trataba de ellas, pero sentimentalmente me sentía más segura que
enamorándome de un chico de mi edad. Tampoco podía imaginarme con un hombre
mayor, la sola idea me causaba escalofríos del peor tipo y una especie de
resquemor que rozaba lo ridículo.
Lo que sí sé definir es mi naturaleza,
siempre, desde que tengo memoria, infinitamente sensual. Y por más repetitivo
que esto se lea, ser sensual no está ligado a una necesidad sexual. Que sí, que
el mínimo conocimiento lingüístico facilita la comprensión de esto, pero vale
la pena enfatizarlo: siempre fui una persona hambrienta de afecto. De contacto
físico, de acercamiento y roce. No me costó guardar mi primer beso hasta un mes
antes de cumplir los dieciocho, porque de alguna forma sólo concebía ese primer
contacto de labios como algo mágico y único… que acabó conmigo en lágrimas,
porque así de necesitada como era, también era cobarde, tímida e inexperta. Lo
suficiente para sufrir un ataque de vergüenza tan profunda que me hizo estallar
en llanto apenas di el paso. También un poco decepcionante que el amor de mi
vida, tiempo después, me adjudicase el haber tenido mal aliento durante ese
momento, pese a yo recordar que el que padecía de aquello era él, y haberlo
tolerado durante mucho tiempo. Y así como nos callamos pequeños detalles
humanos, nos callamos otras cosas. El problema está cuando lo que callas tiene
que ver con el pavor a la incomprensión de las reacciones de tu cuerpo. Con mi
primer beso estuve convencida de que mi florecer —qué lindo suena esto, me
perdonarán la cursilería— sexual sería una aventura compartida que recordaría y
que, si todo seguía siendo tan hermoso, sería sólo de nosotros dos. Mi compañero y yo. Pero, como ya podrán
suponer, porque sólo soy parte de ese porcentaje mayoritario de primeras
experiencias fallidas e incluso dolorosas, no fue así. La primera vez que me
agarraron las tetas fue en las áreas verdes de una universidad, en día de mi
cumpleaños número dieciocho. A mí cabeza no le gustó, a mi cuerpo le costó
asimilar la sensación que se asemejaba a manosearme para sacarme el jabón de la
ducha junto a pinchazo incómodo porque a tu novio le parece que en lugar de
pezones tienes radiotransmisores. Pero me callé, porque según los libros
aquello acababa siendo mejor y, además, al irnos me dijo que me amaba porque
ninguna otra chica dejaría le agarrara las tetas en medio de cualquier sitio.
Otra vez, a mi cabeza no le gustó, pero a mi corazón y a mi baja autoestima,
sí. Sin embargo, sabía que más que la situación, que ahora entiendo como mala,
algo estaba mal en mí. Y eso es lo que ahora entiendo como normal.
¿Tenía sexo porque algo dentro de mí
lo exigía, como un instinto básico, una fiebre —así pasé la mayor parte de mi
vida, hasta hace unos meses, confundiendo mis reacciones sexuales
involuntarias— espontánea, o porque lo excitante se encontraba en sentirme yo
necesitada? Lo cierto es que no tenía tanto ego como para disfrutar sentirme
deseada como algo sublime, ni tanta madurez como para considerarlo excitante.
Apenas ahora, casi siete años después, es que comienzo a relacionar algunos
elementos de mi vida sentimental como excitantes, con las particularidades que
conlleva cada palabra. Por supuesto, una muchacha que nunca se ha masturbado,
pero con pleno conocimiento de su realidad biológica, de los elementos de su cuerpo, parecía ser
un blanco fácil para ser o parecer un profesional del sexo. La virginidad, aunque fuese
relativa —no por mi elección— como la mía, era un atractivo bien explotado y al
mismo tiempo repudiado por quien yo había elegido como compañero y mentor en
aquella materia, y se me hizo más sencillo decir que no sabía a qué se refería
con «estoy buscando tu “clíktoris”» a señalarle que no sólo lo estaba
pronunciando mal, sino que me estaba picando la uretra con la uña. Pensaba que
si tal vez no me hubiesen prohibido amar a la chica que amaba, no tendría que
drenarme para seguir amando al chico que quería. Porque lo hacía, aún ahora sé
que lo hacía. Las mentiras blancas no tardaron en convertirse en mentiras de
supervivencia. A veces, debes elegir entre un dolor y otro. Tu cuerpo se domestica a ciertas complacencias, te sientes feliz con ellas.
Mientras menos lo piensas, menos te
fijas en si sangras.
Los momentos de dulzura fueron pocos
una vez cedí a las exigencias, mas el amor me bastaba para llenar los vacíos.
Si bien mitigué la náusea sentida en mi primera vez narrándola como perfecta
bajo el cuerpo que se me hacía epicúreo de aquel que adoraba, si pudiese
cambiar el recuerdo del momento y las consecuencias que dejó en mi interior por
pisar una anguila, lo haría. Mi masoquismo se desarrolló desde muy niña, nunca
como algo sexual. Pero fue un mal complemento para los eventos que siguieron
durante el año restante de relación, relación en la cual encontré dos de las
grandes realidades que me tiran del cuello hoy en día: tenía falofobia, y
definitivamente los orgasmos propios o la persecución exhaustiva de uno en mí
por parte del otro me hacía sentir más inútil que apreciada. No desestimo la
intención ni gentileza de aquellos, del género que fuese, que siguieron y se
mostraron seguros de haberme sonsacado uno e incluso me convencieron de ello.
Pero luego de sentirme insuficiente yo, analizaba el lapsus de cortocircuito en
mi cabeza y, habiendo ya presenciado y sido partícipes de varios, comprendí que
no. Que iba a ser que no.
Y es tan prescindible como demasiadas cosas.
Luego de mi primera relación amorosa,
la monogamia seguía siendo mi opción predilecta, aunque ya desde mucho antes me
sonaba por dentro el que tal vez estaba mal encaminada si realmente era incapaz
de sentir celos, por mucho que quisiera obligarme, y que tuviese tan
normalizada la idea de darle partes de mí a amigos y personas cercanas que no
pintaban nada en mi vida amorosa. Tomó meses de terapia entender que era
asexual, y tomó incluso más resignación que incluso dentro del poliamor,
aquello que se convertiría en mi elección predefinida, las exigencias hacia mi
desempeño como pareja no dejarían de ser sexuales incluso si por defecto
estuviese permitido amar a otros y desfogarse con ellos. Lastimosamente, la
terapia no resolvió la incógnita de mis emociones y el foco fundido que tengo
por comprensión sentimental que me impide mantener la serenidad ante la
intensidad del enamoramiento o de la tristeza que me conlleva sentir amor.
He querido, he amado, de una u otra
manera a todas las personas que me han puesto un dedo encima o adentro. Es un requisito esencial. No
hablo de obsesión, porque si hay algo que me prende es la libertad, sino la
adoración. El erotismo de mi asexualidad germinó sobre la tierra removida de
años de entrega con dolor, para convertirse en entrega con fascinación. No
concibo el sexo sin culto, sin extremos, sin dedicación total y alcance íntegro
del centro más blando, tierno y vulnerable del otro. ¿Necesito tenerlo? No,
absolutamente no. No ha habido un momento en mi vida donde haya necesitado
esto. Pero, como un juego de estrategia, el detalle y el ofrecimiento explícito
por parte de aquella persona que tiene el permiso a atravesar mi fuero, es mi
único detonante. Podría ver una película porno y sentir entre nada y cero, así
como podría tener la lengua de la persona que amo en la garganta y si no me
ofrece nada verbalmente, no imaginar que desea algo más. Porque el algo más es
relativo para mí, un extra en el que me desempeñaré con toda la delicadeza que
mi violencia permita, pero que no es en mí una expectativa.
Por supuesto, es este extremismo entre
pasión y repulsión lo que ha facilitado más bajos que altos en mi crecimiento.
Desde habérseme sugerido no ser «virgen» porque la chupaba bien, hasta
habérseme dicho, sin más, que si lo disfrutaba no era asexual. Ambas cosas con
tal diferencia de tiempo e individuos que comencé a resignarme a que la
verbalización de mis condiciones no llevaba a ningún lado. El sexo, como
concepto físico y no artístico, me da asco. No sólo es esta repulsión lo que me
encierra en mi burbuja, sino el miedo que le tengo a todos sus componentes. Lo
que para otros es ir medio camino, para mí es una ida y vuelta. Sin embargo, el
erotismo del sexo es una forma de comunicación sentimental que, gracias al
tiempo, se convirtió en casi un segundo lenguaje para mí. Uno reservado para
aquellas personas que considero lo merecen, y con las cuales me he equivocado
muchas veces, y también un código de arte para usar en mis creaciones. Para
expresar amor, necesidad, protección… y también miedo, auténtico miedo.
Miedo de ser un objeto de
experimentación, miedo de procurar el placer de alguien que tiene placer por
lastimarte y no porque disfrutes ser lastimado, miedo a establecer un lazo que
no podrás romper y colgará de tu sangradura hasta que se seque, miedo de ser un
fetiche más.
Los seres humanos somos criaturas
chistosas, tendemos a prohibirle a otros lo que nuestra moralidad señala como
inadecuado aunque no afecte a terceros, pero también rechazamos su negativa a
hacer lo que esperan se haga en secreto. Si follas, está mal. Si no follas,
está mal. Si tu idea de follar es solamente frotarte y besarte, está mal. Si
vives de eso, está mal. Si dejas que tu pareja o tus parejas vivan de eso, está
mal. No sabes lo mucho que le importa a tu entorno que te metas algo en el culo
hasta que le dices que sólo lo harías por motivos que ellos no considerarían
válidos.
Hablamos de la sexualidad como una
operación estática, de inclusión donde cada elemento debe adecuarse a un rol
cuya definición no sólo es inexacta sino forzada y vacía. En todas estas
operaciones corres el riesgo de ser sólo una aventura, pero sólo en una te
harán sentir como si les hicieras sentir culpables de su morbo, aunque jamás
hayas dicho nada. Agreguémosle la corrección de sus espectros y la estigmatización
de tus traumas para justificar estés notoriamente equivocado en tu identidad
según sus necesidades sexuales y su extraño interés en conminar un avance sobre
ti cuando podrían tenerlo con cualquier otro.
«Me gusta hablar de sexo, no de mi sexualidad»,
es una constante para cualquiera. Por supuesto, no le debemos explicaciones a
nadie de qué nos gusta comer y con qué. Sin embargo, con aquellos que sí
deberíamos hablar de lo nuestro, es más difícil que con la existencia genérica
de cualquier lector que se dé por aludido.
Interpretamos el sexo como una práctica
lineal y reservada sólo a aquellos que lo necesitan, como si fuera una ayuda
humanitaria, y no una expresión abstracta y personal que se manifiesta más allá de nuestras
expectativas sobre otros.
Y por eso no nos imaginamos a un
lisiado, a una octogenaria, a una persona con obesidad mórbida, a alguien con
los genitales mutilados o la mayor parte del cuerpo quemada follando fuera de
un corto fetichista. No tanto porque nos parezca desagradable, sino porque es
ridículo, una excepción. La fantasía, el morbo, el conseguir algo a través de
tu cuerpo es un gusto apartado sólo para aquellos que lo experimentan como una
necesidad inmediata, como una combustión inevitable, y no como un sufijo. Los
demás están apropiándose de algo que no les toca. Lo deliberado les resulta tan
ofensivo que casi parecería que fuesen ellos los que desprecian el sexo.
La asexualidad no es odiar o no el
sexo. Es una forma de sexualidad que puede contemplar no tener sexualidad
alguna, o convertir en satisfacción sexual lo que para otros es sólo un
abrebocas. Es práctica, expresión, creación y fetiche. No es más propensa que
cualquier otra identidad a ser producto de un trauma. No es un polo que repele
a todos los demás, es estática que se adhiere a sus superficies, que recorre su
espina con un patrón distinto en cada uno. Es sinestesia.