Tic. Tic. Tic.
Grecia
suspiró. Cada uno de los
pequeños tronidos de la lapicera bajo su pulgar eran detonantes de un universo
alterno, una realidad lejana donde la inercia era fecundada por la estética de
salones amplios y perfumados con hedonismo, muy, muy lejos de los cubículos grises
y escuetamente personalizados de la oficina donde trabajaba. Tic. Tic. Tic. Hundía el pequeño botón
plástico con maña compulsiva mientras con la otra mano presionaba el tabulador
en el teclado, mirando tan absorta como indiferente hacia el documento Excel
que estaba abierto en pantalla. Pequeños rectángulos en pequeñas filas en un
pequeño mundo binario y tan…
—¿Nos vamos juntas?
La interrupción tenía voz femenina y
aguda, lo suficiente para escucharse casi infantil. Alzó la mirada por encima
de sus lentes de pasta y la entornó sobre el rostro regordete de Samantha,
quien correspondía el gesto con relativa cotidianidad. Grecia bajó la mirada al
reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla: las 17:50. Faltaban diez
minutos para acabar con su turno, sin embargo no deseaba irse dejando cuentas
sin cerrar. Apretó los labios en una disculpa casi mecánica.
—Lo siento, hoy no…
—Déjame adivinar, no lo quieres dejar
para mañana porque a Manuel le disgustaría.
—Ya sabes cómo es, Sam.
—Ya sé cómo eres.
Aquella respuesta le hizo sonreír. Manuel
no era un jefe huraño en particular, su imagen era más de la de un Santa Claus
con la barba más recortada, pero el mismo halo paternal. Todos, incluyéndola,
le guardaban gran estima. Pero Grecia tenía una inclinación a ser —como decían
sus compañeros— una trabajadora insufriblemente diligente, siendo de las
primitivas del lugar. Nueve años en el departamento de ventas no podían pasar
en vano, y la relación con su jefe se había convertido en un lazo abuelo-nieta
matizado por la disciplina y la ambición de ambos. Samantha, por otro lado, era
más práctica: ya se haría responsable mañana de sus diez minutos de travesura.
—No sé cómo lo soportas.
—No es tan malo, Sam.
—¡Tan sólo mira a Claudia! —espetó entre
dientes Samantha, señalando al otro lado de la oficina con la nariz. Ahí estaba
Clauda, con audífonos, su moño llevaba más cabello dentro que fuera, y su
rostro denotaba la más pura histeria de no entender qué hizo mal— parece que
fuera a llorar de todo lo que debe hacer.
—Claudia siempre llora —respondió Grecia,
tecleando sobre sus labores de nuevo.
Samantha la miró con asertiva ironía.
—Pero no siempre parece que fuera a llorar.
Pese al estrés retenido, o tal vez
gracias a él, Claudia sí aceptó la invitación de Samantha. Recogía sus cosas
mientras ésta última observaba a Grecia ensimismada en el trabajo. Todos
terminaban su turno a las seis, pero la oficina se mantenía abierta hasta las
nueve de la noche luego de seguir ciertos protocolos. El edificio era de poca densidad,
teniendo apenas tres departamentos por piso, siendo el tercero el que Manuel
había arrendado para su negocio de exportación de repuestos. Todos eran como
una gran familia, excepto por el quinto piso, nadie sabía qué había ahí, pero
no es como si los trabajadores fuesen especialmente amables con nadie. Apenas y
coincidían con Repuestos Jordania C.A
en los ascensores y ni siquiera devolvían los buenos días.
Grecia había escrito muchas veces sobre
aquello en sus pequeños ratos de dispersión: eran el centro de operaciones de
un testaferro que escondía un turbio negocio de arma detrás de la confección y
venta de lencería para el hogar. Por supuesto, aquello era ridículo. Estaban en
Latinoamérica, de ser ese el caso no necesitarían una tapadera, simplemente
podrían vender armas y distribuir una generosa propina al condominio general.
Pero cuando trabajas nueve horas en un
departamento que cuyo aire acondicionado parece el de un frigorífico, con algo
debes entretenerte. Y ella lo hacía leyendo, leyendo y escribiendo.
Samantha se despidió de ella con un beso
en la mejilla, dejándosela manchada de carmín cremoso. Claudia se fue tan
azarada como estaba desde un comienzo, y con ellas… todo quedaba solo. O
básicamente solo. No podía contar a Diego, ¿o sí? Alzó el cuello por encima del
borde de su separador y lo ubicó a dos cubículos de ella, era un hombre
silencioso con pestañas largas. Desde su llegada así lo había identificado: por
supuesto, también podía mencionar que era de estatura promedio, 1,75 o algo
así, lo mismo que ella, tenía la piel de un moreno rojizo y el cabello
azabache, engominado hacia atrás. Tenía cuatro años trabajando para la compañía
y apenas habían cruzado un par de palabras en los corredores y durante las
cenas de Noche Buena. No, definitivamente no podía contarlo, era como hablar
como una pared que responde con ecos monosílabos y escuetos. Paseó la mirada
por el ventanal, al vista urbana maquillada por el atardecer la llenaba de
energías siempre. Consideraba tener una posición privilegiada al tenerlo justo
al lado y sólo tener que reposar la mejilla sobre su hombro para contemplar la
calle lateral y a los transeúntes. Aun así, estaba nublado. Notó que no había
traído paraguas.
Un mundo binario con excepciones
extraordinarias… con aquella fantasía en su cabeza, continuó modificando
resúmenes y justificaciones. Amaba su trabajo, no la monotonía. Sin embargo,
sabía que no era su empleo lo que la ataba a vivir continuamente lo mismo, sino
su propia inhibición. Encontraba escapatoria en lo que leía… historias tan
impúdicas como inesperadas de parte de una mujer de su estilo. Siempre había
sido una adolescente romántica, cursi, devota de las letras juveniles de un
triángulo amoroso sobrenatural; con el tiempo aquella atracción por lo
imposible la arrastró a la prematura e íntima experiencia de la literatura
erótica. Pero no todo fue miel sobre hojuelas, se topó con la terrible
desgracia de que detrás de cada párrafo empapado de depravación iba una
protagonista escueta, sumisa, casi irreversiblemente… igual. ¿Por qué querría
ver a la Grecia del cotidiano, de voz sedosa y complaciente, también en sus
figuras oníricas? Necesitaba algo más, algo que le hiciera pensarse diferente,
tan ajena a su naturaleza permisiva… necesitaba sentir control.
Se colocó los audífonos, Eva Cassidy a un
volumen envolvente en su celular le permitía enfocarse en lo suyo.
No fue hasta que el álbum acabó que se
percató en que había pasado los últimos cuarenta minutos resolviendo tareas que
correspondía al próximo lunes, siendo ese día viernes y el último laborable. No
se sintió mal al respecto. Miró la hora: 18:45. Ya había oscurecido y su
cabello castaño se veía casi negro bajo la luz artificial blanca. Lo recogió en
una coleta alta, muchas veces había pensado en cortarlo, pero se sentiría
desnuda sin aquel velo lacio hasta la cintura. Estiró su cuerpo hasta dejarlo
laxo en la silla, procediendo a apagar el computador. La pantalla ahora
reflejaba un rostro limpio donde resaltaban dos canicas oscurísimas que eran
sus ojos, y unos labios con labial reseco vinotinto. Sacó una toallita húmeda
del cajón y se limpió usando la pantalla como espejo por costumbre, dejando sus
labios pulcros y rosados por la fricción. Necesitaba ir al lavabo antes de
irse, de igual modo. Tiró la toallita al cesto y se levantó, percatándose en
que estaba sola en la oficina. Diego no estaba, pero su monitor estaba
encendido; se preguntó si habría sido algún despiste, que no era común, ya que
él solía irse más temprano. La oficina estaba vacía de personas y llena de un
silencio sepulcral apenas perturbado por la ventilación central. Se frotó las
manos para calentárselas debajo de las mangas del suéter y caminó en dirección
al cubículo de Diego.
«Seguramente
dejó algún proceso abierto»,
habló su mente. Sólo lo cerraría y apagaría, no sería nada importante, pero
estarían fuera del lugar por dos días.
Sin embargo, una vez llegó, lo único que
encontró fue un PDF de párrafos extensos y condensados con una sangría
pequeñísima. No era algo relacionado al trabajo, tampoco le importó mucho. El
escritorio de Diego estaba impecable y cada cosa se notaba estaba en su lugar,
excepto, tal vez, la cinta adhesiva y un par de clips que quizás había usado
antes de irse. Los acomodó dentro de su recipiente y procedió a cerrar el
archivo para apagar… pero lo que su pupila alcanzó la detuvo.
—¿Un libro? —susurró para sí misma,
abandonando su postura inclinada y procediendo a sentarse con cierto titubeo.
Su mente le amonestaba por violar la intimidad de Diego de esa forma, pero
también se debatía entre quedarse y seguir leyendo por la atracción de las
líneas que había encapsulado en su ojo— «… incluso si hubiese querido
resistirse, que no quería, no habría podido…»
Reconocía ese registro narrativo, o
estaba casi segura de hacerlo. Un pequeño, pero grato escalofrío recorrió sus
antebrazos como si dedos la acariciaran a contravello. El archivo tenía un
nombre alfanumérico al azar, por lo que escaló hacia arriba para confirmar sus sospechas:
lo sabía, era ella. N.N, Nicolle Negro, era el nombre de su autora favorita. O
bueno, el pseudónimo de su autora favorita. Y aquel libro, en específico, era
parte de una trilogía que…
—¿Sucede algo?
La voz masculina seguida de un pequeño
carraspeo la trajo de vuelta a la realidad. La pregunta sonaba mucho más amable
que «¿qué mierda estás haciendo en mi escritorio?», pero no tuvo tiempo de
mostrar gratitud. Se levantó con violencia, golpeándose la rodilla con el borde
de la mesa de vidrio templado, un raspón que no tardó en enrojecer su piel
pálida. Diego estaba detrás de ella, con los brazos, o un solo brazo, cruzado.
Un postura que parecía más curiosa que amenazante, pero ambos eran conscientes
de qué implicaba. Grecia giró sobre la punta de sus pies, dándole la espalda al
monitor y la cara a Diego, que estaba a medio metro, a lo mucho, de su rostro.
—N-no —balbuceó, con el rostro arrebolado
por la sorpresa—, pensé que te habías ido, no te vi y tu computador estaba
encendido, pensé que…
—Que lo había dejado así por despiste
—terminó él, en lo que le pareció era una sonrisa a medio labio. Dio un paso al
frente, acortando la distancia con la mujer que se encogía de a pocos, y se
abrió paso a un lado de ella para toquetear el mouse y cerrar el archivo,
procediendo a apagar el computador—, ¿lo leíste?
—Sí… digo, ¡no! —agitó sus manos a la par
que se explicaba— Quiero decir, sí, pero no aquí.
El hombre arqueó una ceja, con honesta
confusión. Grecia sintió que había hecho más difícil todo, y con él tan cerca
no se sentía muy cómoda para enmendarlo. Su cadera rozaba ligeramente con el
hombro de él al estar inclinado sobre el escritorio, por lo que se echó para
atrás, sintiendo que la estática quería ponerla de vuelta al punto de inicio.
Diego aprovechó el espacio libre para sentarse, girando la silla para mirarla a
los ojos; no fue hasta ese momento que Grecia notó que los de él eran
almendrados, pequeños de alguna forma, pero penetrantes y pintados por un tenue
color ámbar. Él cruzó las piernas, en silencio, esperando una continuación.
Grecia se aclaró la garganta.
—Nicolle es una de mis escritoras
favoritas… —comenzó— reconocí un par de líneas y me sorprendió pensar que tú…
también la conocieras.
No era que la conociera. Era que la
leyese, por lo que escribía. De alguna forma le resultaba casi un fenómeno de
la coincidencia que Diego consumiese aquel tipo de contenido, la idea de
imaginar a aquel hombre tan sobrio y escueto envuelto entre las líneas de
Nicolle le resultaba… fascinante. Inhaló profundamente, dando por acabada su
explicación.
«Vamos,
Grecia, tienes treinta años, no estás en frente del director de la escuela», se regañó por su nerviosismo. Muy
ocupada como para detallar el rostro de Diego, quien, hasta ese momento, sólo
había mantenido su vista fija en la gesticulación de aquella mujer, a la cual
llevaba mirando durante años.
Alta, algo robusta, pero curvilínea, siempre
en el suéter de algodón negro que llevaba diariamente al trabajo, las rodillas
regordetas enmarcadas por el corte de la falda del uniforme. Grecia era el
personaje promedio de un cómic promedio, adherida a un par de anteojos
grandísimos que ocupaban la mitad de su rostro oval. Diego se reclinó hacia
atrás, rascándose la nuca.
—Me gustan sus personajes femeninos
—Grecia estaba casi segura que era la primera respuesta compleja que había
recibido por parte de él desde que se conocían—, son… diferentes.
Y por supuesto que lo eran. Nicolle Negro
escribía relatos eróticos, y su fijación se encontraba en mujeres poderosas,
pasionales, sexualmente demoledoras… y Dommes. Más allá del erotismo de sus
relatos, la fascinación nacía en la sutileza cruel con la que describía el
fetiche casi espiritual por controlar y ser controlado; sus mujeres no eran
pequeñas ninfas necesitadas de la caricia redentora y húmeda de su amado, ellas
se amaban solas, y conseguían enseñar el amor a través de dosis de dolor inyectadas
en el cuello con sus besos. Nada parecido a ella, nada parecido a Grecia…
—Mi favorito es «Mujer nocturna»
—continuó Diego—. Creo que es el más honesto de todos.
Regresó de sus cavilaciones, escuchándolo
con sorpresa. Diego pareció arrepentirse de haber hecho el comentario de
inmediato, pero ella no lo dejó callarse.
—¿El más honesto? —cuestionó ella con
desconcierto en su voz.
—Sí… —respondió Diego, entornando la
mirada sobre ella, pero desviándola a sus pies de inmediato. El gesto llamó la
atención de Grecia, quien recordaba la trama del relato al dedil, pero no
comprendía cómo podían sus tópicos atrapar tanto la mente de un hombre como él,
según lo conocía— la sorpresa es un elemento clave, sin embargo, el imaginar
que alguien así escondiera ese potencial…
El relato narraba la experiencia
sexualmente artística de una modesta bibliotecaria que descubría sus
inclinaciones sádicas a través de los pequeños intervalos donde convivía con un
lector ávido que acudía a la biblioteca diariamente, cada día por un libro
diferente. La fantasía oscilaba entre la timidez característica de la
protagonista y el carácter frívolo de él, enseñando que el valor de un Ama no
se encontraba en su desenvolvimiento cotidiano y que la sumisión podía ser el
ítem enterrado bajo la personalidad más taciturna. Sin embargo, en ningún
momento se acostaron, cada evento, cada roce… estaba en la imaginación de ella.
Y, a veces, en la de él. Mas ninguno fue realmente consciente de los deseos del
otro.
—El final fue un poco decepcionante
—acotó Grecia, dubitativa.
—Ambos pensaban lo mismo —soltó Diego, en
una mueca de sonrisa—, pero ninguno dio el paso final… sí, podría decirse fue
decepcionante. O un abrebocas para el lector, un permiso para continuar la
historia…
Grecia jadeó ante esa resolución.
¿Continuar la historia? Había algo en el tono de Diego que le endulzaba los
oídos, pero que también la atemorizaba. Visualmente ella tenía la postura más
favorecida, estando de pie y Diego sentado, mirando al suelo… hasta ahora sólo
había pensado en el personaje femenino, en lo que escondía su pudor y recato,
pero… él. El personaje masculino, ¿qué escondía? Los hombres de la autoría de
Nicolle eran una fórmula mágica entre cotidianidad y desavío, sujetos comunes
en ambientes comunes, que terminaban deseando cosas igual de comunes, pero
censuradas bajo el halo de la masculinidad tradicional. Por un momento Grecia
sintió haber tenido una revelación, una campanada de razón y deducción que le
hizo temblar las piernas. Se apoyó en el lateral del escritorio para no caerse.
¿Podría ser? No, claro que no, ¿qué probabilidad habría de que lo que atrapase
a Diego no fuera la vida secreta de los personajes femeninos, sino la necesidad
no resuelta de los masculinos?
«¡No
seas ridícula!», espetó
a sus adentros.
—¿Puedes pensar en un final mejor, Grecia?
Él descruzó las piernas.
Era la primera vez que la escuchaba
llamarla por su nombre y no por su apellido, Montero. Sintió que la sangre se
iba de sus piernas y de acumulaba súbitamente en sus mejillas, haciendo
ebullición entre su rostro y orejas. A
Diego aquello le pareció adorable, pero más disfrutó su torpe respuesta:
—Uno donde todo hubiese sido real…
—Puedes hacerlo real… —resolvió él,
estirando su mano por encima del escritorio hasta alcanzar la muñeca de ella.
La acarició superficial, pero con lentitud. La miró a los ojos, siendo los suyos
unas rendijas pícaras, pero juiciosas— podemos hacerlo real.
Grecia sintió que el mundo se le sacudía
bajo los pies, ¿real? ¿Aquello era real? Se dejó guiar sobre el cuerpo de
Diego, impulsada por la propia mano de él. Reposó su rodilla en el espacio
entre las piernas del hombre, mientras éste desplegaba sus brazos a los lados,
dejándola hacerse con su boca. Primero fue un contacto inocente, parcial,
entorpecido por el desconocimiento de las formas de ambos. Los labios de Diego
eran delgados, un poco secos, pero le gustaban. Poco tardó en adaptarse a su
silueta y se permitió delinearlos con la punta de su lengua, desde el centro
hasta la comisura, y de vuelta. Sabía a menta y dulce, ¿había ido al lavabo
para cepillarse? Le daba igual. Aquel contacto encendía en Diego un fuego
violento que reprimió en un gemido austero, ahogado en la boca de Grecia. No la
estaba tocando, ella sí a él. Sus manos estilizadas y frías contrastaban con la
barba de dos días, acariciando la línea de su mandíbula, dejando que sus
pulgares llegaran hasta sus lados y apretaran ligeramente su cuello, con algo
de malicia, con algo de dulzura. Grecia sintió cómo la manzana de Adán se subía
y bajaba en su palma al Diego tragar saliva, antes de meter su lengua fina en
la boca de él. Se deleitó al sentirlo estremecerse mientras más intimaba en su
interior, la lengua de él correspondía a la visita con ansia y obediencia, algo
que ella no había experimentado antes en otro amante… y que la hacía saltar
como una gota de agua en aceite hirviendo. Luego de un par de minutos dejándolo
beber de su saliva, Diego se atrevió a deslizar una mano tímida sobre el muslo
de ella, justo en la oquedad violinista que ascendía a sus caderas. La postura
la hacía ensombrecerlo por completo, llenarlo, ella lo sujetaba de la mandíbula
con la mano derecha mientras que con la izquierda presionaba su pecho para
mantenerlo quieto, bajo ella. Diego subió hasta la pretina de la falda de tubo,
estirando la tela de la camisa y sacándola de ahí, para poder adentrarse en la
calidez de su cintura: piel contra piel, aquel sitio ardía en comparación a las
pequeñas manos de ella que apenas comenzaban a calentarse. Él estiró la otra
mano con la intención de tocar, tan solo un poco, un pecho rebosante por encima
del uniforme, pero Grecia lo detuvo antes de que consiguiese acercarse a su suavidad,
llevándose la palma de él a su rostro turbio de excitación y acunando su
mejilla en ella.
—Aquí no —jadeó, en un momento de
lucidez. Lamió la mano de Diego usando toda la extensión de su lengua, metiéndola
entre sus dedos—. El depósito.
Diego se levantó, tropezando contra el
cuerpo de ella. Sentía que bajo los dos había un vórtice que los succionaba y
lo embestía contra el calor de Grecia. Claro, entendió, si bien todos se habían
ido, alguien podría entrar al departamento. Quedaban dos horas para el cierre
oficial, pero el tiempo no le era relevante. Caminaron a torpemente hacia el
depósito, ahí guardaban todo el material de la oficina. Era un cuarto de apenas
dos metros cuadrados con una única estantería contra la cual se vio acorralado
apenas encendió las luces. Grecia había cerrado la puerta con seguro y se había
abalanzado contra la boca de él, devorándola con más ímpetu que el que había
mostrado ahí fuera. Siendo ambos de la misma estatura, no le era complicado
subyugarlo al su voluntad, presionándolo contra la estantería y bajando por su
quijada con la lengua ancha, que se afinó al llegar su cuello, el cual ya había
despojado de ropa al aflojar los botones. Libó, succionó y mordió la carne
morena hasta que verla decorada de cardenales que al día siguiente, apostaba,
lucirían un hermoso tono purpúreo. Diego gimió y tembló ante aquel asalto,
sintiéndose caer aunque solamente estuviese deslizándose hasta quedar sentado
en el piso, acabando a la altura de las
piernas de Grecia, que se separaron como dos paletas de helado dulce,
subiéndose la falda hasta casi dejarle ver su intimidad. Intimidad que frotó
por encima de la ropa interior y del pantalón de él al sentado a horcajadas
encima de su regazo, sujetándose de los hombros masculinos mientras las manos
de Diego apretaban sus glúteos; arriba, abajo, adelante y atrás, la fricción
era lo suficientemente placentera como para comenzar a dejar un manchón húmedo
y pegajoso en la cremallera de él.
—Oh, Dios, por favor…
Gimoteó él, sintiendo el calor de la
almohada húmeda de Grecia contra su erección lúbrica, dolorosa.
—¿Por favor qué? —atajó ella, sintiéndose
y sabiéndose ese Dios, volviendo a sujetarle el rostro, esta vez con ambas
manos, sin abandonar el ritmo. Lo miraba fijamente, sus lentes empañados y la
frente perlada por el sudor. Le dio una pequeña bofetada con la punta de los
dedos que resonó en la habitación repleta, mas no dejó más marca que el rubor
ya existente en las mejillas de Diego, que respiraba convulso— ¿por favor qué,
Diego? —musitó con dulzura maternal mientras lamía el pabellón de su oreja
izquierda y descendía hasta su lóbulo, el cual mordió usando las paletas con
deliberada crueldad.
Diego dio un pequeño grito que oscilaba
entre el placer, el dolor, y lo que nacía de unir ambas cosas: excitación.
—Tócalo… tócame… —suplicó.
El rostro de él estaba surcado por la
desesperación, sudaba e hiperventilaba; Grecia acomodó un pequeño mechón de
cabello que se había salido de su lugar, colgándole entre los ojos, los cuales
besó por encima de los párpados con la suavidad de la abeja que se posa en la
flor, aunque en aquel momento fuese una avispa depredadora.
Permitió que Diego desnudase su torso,
primero el suéter, que acabó cuidadosamente doblado a un lado, y luego la
camisa, que desabotonó desde abajo con dedicada cautela, ella lo ayudó con los
botones de arriba al notar cierta resistencia. Una vez sus pechos se mostraron
como dos bollos recién salidos del horno, exuberantes y apretados bajo el
sujetador, Diego enterró su rostro entre ambos como un viajero derrotado por el
cansancio, se ahogó y llenó de ellos con hambre y lascivia, mientras Grecia se
hacía camino en su pantalón y liberaba de aquella prisión apretada a su miembro,
el cual percibió de un largo conservador, pero un grosor que le llenaba la
mano. Diego comió del pezón erecto como un niño devora a su gomita favorita,
quitándole primero la azúcar, degustándola en la punta de su lengua, entre sus
dientes, pero sin morder… ahogó un jadeo contra el pecho rebosante cuando
sintió los deditos de Grecia acariciar su glande con la gentileza de una
colegiala que no sabe muy bien qué hacer. Ese retrato de inexperiencia se
comenzó a deformar cuando la dulzura prevaleció, pero aunada a una firmeza
sabia, instintiva. Grecia lo tocaba como se toca a un instrumento… él era un
instrumento. Y eso lo hacía vibrar en la mano de ella, que se río al sentir la
contracción de su pene.
—Parece que te gusta.
—Me encanta —tragó—, me encanta, Dios.
Acariciaba el tallo erecto con
diligencia, torciendo un poco la muñeca al llegar a su base, relajándola al
subir, sintiendo su textura; dejó que su pulgar se impregnara del líquido
viscoso que lubricaba los pliegues de la punta, deslizándolo alrededor y
llevándoselo a la boca, chupándolo con morbo mientras Diego miraba con los ojos
entrecerrados por la conmoción. Grecia lo besó, con los labios pintados de
preseminal, dejándolo sentir su propio sabor, ligeramente salado. Diego no
mostró resistencia al beso, pero sí a sentirse a sí mismo, por lo que echó la
cabeza para atrás. Ella lo cogió de la nuca, apretando su miembro con la otra
mano.
—Quédate quieto —ordenó, suavizando el
ritmo de su masturbación—, sabes bien, Diego… pruébate…
Susurró contra la boca de él, que se abrió como un loto. Nuevamente lo invadió con su lengua, un poco fría ahora, pero tan húmeda como el resto de su boca. Lo inundó de su saliva, hasta sentirlo beber de ella y sentir cómo caía por las comisuras de sus labios. Luego siguieron sus dedos, con los cuales entró y salió de la boca de él con la orden explícita de no morder. Se detuvo, sin más, dejándolo inconcluso y confundido. Diego intentó evitar se levantara con un quejido pueril, pero ella se irguió, se levantó la falda hasta la cintura y se sacó las bragas en frente de él, cerquísima de su rostro, dejando un hilo pegajoso entre la tela y la línea hirsuta que componía su intimidad. Le acarició la cabeza con la mano izquierda, mientras que con la derecha, estando ligeramente agachada, separaba sus pliegues lúbricos, dejándole una vista privilegiada a la perla que coronaba aquella franja larga y profunda entre sus rizos.
—Come —dijo.
Y él obedeció.
Hundió su boca en aquella ostra abierta;
olió su pubis, lamió sus límites, mordió el monte de Venus y el bajo vientre.
Apretaba con glotonería sus muslos, la unión de éstos con su trasero, su
trasero en sí, adentrándose a aquella cavidad con un dedo travieso que sólo
penetró un poco, tan sólo un poco… su lengua, por otro lado, era más atrevida,
se estaba ahogando en aquella fuente, pero moría placentero y gozoso en su
sabor agridulce, su mentón estaba ya empapado y sus labios enrojecidos por
besar aquellos labios gruesos y elásticos, como el premio de una feria, una
golosina dulce, rellena, explosiva…
Las manos de Grecia marcaban la distancia
y ritmo, empujando su cabeza hacia adelante o hacia atrás según le conviniese.
La habitación olía a levadura y sudor, a dulce y salado, a lo que debía oler el
sexo cuando era pleno, cuando desbordaba. Todo aquello y ellos dos eran un
efecto invernadero donde eclosionaba un éxtasis dramático y adictivo. Acabó
contra la boca de él, mordiéndose la mano para no gritar. Su cuerpo se tensó
como la cuerda de un violín afinado con la única intención de dar fin a la
tonada. Se dejó caer sobre el regazo de él, la punta de su pene y toda su
extensión rozando íntimamente con su cueva húmeda. Diego se quejó con gusto
ante el contacto, recostando la cabeza contra la estantería al saber lo que
vendría. Grecia se frotó un poco más, dilatando el tiempo y dilatándose ella;
sosteniendo la erección de él con sus dedos, se ensartó con ella, lenta y delicadamente.
Podía —podían— sentir cada centímetro abrirse paso en la estrechez hirviente de
su interior, hasta llegar al tope de él y convenientemente al punto más
sensible de ella. Comenzó a balancearse como quien juega en un carrusel, sus
sonidos eran propios de aves bañándose en una fuente, de succión y regocijo. Se
abrazó al cuello de Diego, el cual mordió y lamió sin pudor alguno mientras él
tensaba sus dedos contra los muslos de ella, dejándolos marcados de rosa y
rojo. El vaivén fue aumentado la intensidad al punto de echar la estantería
para atrás y hacerla resonar contra la pared, ambos se rieron, ambos se
llenaron el uno del otro. Diego gruño, anunciando llegar al límite de su
resistencia, ella separó las pelvis de ambos antes de que acabara en su
interior, impregnando todo su pubis y vientre en un cálido y cremoso disparo
que se diluyó entre los espasmos de él, con un par de lágrimas involuntarias
depositadas en sus ojos dilatados. Grecia, que también temblaba, se untó los
dedos con aquella sustancia oleaginosa y la lamió gustosa como masa de galletas.
Deslizó la misma mano en la mejilla de Diego, marcándolo de su propio semen, de
su propio sudor, y de la saliva de ella…
Un universo binario con excepciones
extraordinarias…
Lo besó en la sien.
Era un buen chico.