Sandra.



   Nunca he comprendido el arte. No me malentiendan, me parece algo romántico y mágico, pero es demasiado abstracto para mi entendimiento. La pintura, específicamente, es una forma de expresión que nunca ha logrado convencerme. Ya decía mi padre que mi mente era un cuadrado de acero forjado y reforzado con barrotes de protección, ¿pero qué es lo que se supone debo sentir al ver un cuadro, si no sé qué se le pasaba por la cabeza al autor? ¿admiración por su técnica aunque yo apenas pueda dibujar una casita con chimenea con crayolas? ¿tristeza, añoranza, pasión por una imagen que bien puede tener un significado totalmente opuesto? hay personas que no necesitan conocer el porqué de las cosas, que las aman, sienten y degustan sin comprender su origen y su complejidad, pero no soy una de ellas. Es por eso que cuando veo a Sandra ahí, sentada frente al mesón de madera vieja y desteñida que ha dispuesto para trabajar en sus —lo que yo llamo, sólo para molestarla— disociaciones artísticas, sólo puedo guardar silencio y contemplar la escena como un visitante tímido.

   La veo, encorvada y con el cabello cenizo y abundante recogido en un moño mal hecho. Pequeñas ondulaciones adornan sus sienes y me permiten ver el puente arqueado de su nariz, que siempre me ha parecido adorable por lo redondo de su acabado. Sandra es una mujer pequeña, robusta, en lo absoluto parecida al cliché de artista, de esfinge taciturna con dedos larguísimos y silueta frágil. Todo en ella es voluminoso, desde sus mejillas quemadas por un constante tinte rojizo natural, sus piernas cruzadas sobre la silla arropada en trapos viejos, hasta sus manitas manchadas de pintura. Todo este conjunto de curvas y suavidad está envuelto en una piel morena, salpicada por un manto generoso de lunares y pecas. A Sandra la conocí en la universidad con el cabello natural, castaño y miel, solitaria, una mujer tan serena como elocuente. Ella era de artes y yo de leyes. Ahora tiene treinta y seis y un divorcio.

    Y yo, bueno…

   Estoy. Supongo que aún tengo tiempo para resolver mi vida antes de cumplir los cuarenta en un par de meses.

   Paseo mis dedos por las orillas del cenicero de vidrio al lado de mi pierna, vacío. Aunque ella lo ha dejado ahí sólo por mí, intento no fumar cuando vengo a visitarla. Su conversación me mantiene ocupada y lejos del tabaco, y sé que en el fondo ella lo agradece, nunca le ha gustado que fume. Hay muchas cosas que sé que no le gustan. Pero nunca he sabido realmente qué le gusta. Sentada sobre la mesa como estoy, puedo mirarla desde arriba. Nunca ha parecido molestarle la compañía cuando dibuja, o al menos no la mía. La luz dorada que se cuela por el ventanal perfila su costado, es una luz cálida, acompañada de partículas doradas de polvo y pelusa que levitan entre nosotras.

   —Me gustan las mujeres.

   Escupo, en doce años de tenernos mutuamente nunca habíamos hablado de esto. Tampoco es que haya sido relevante; siento un frío gélido instalarse en los músculos de mi espalda baja y en mi estómago, el silencio de ella parece eterno mientras detalla lo que me parecen hebras de cabello con un pincel delgadísimo que afina con la boca antes de alzar la cara y verme,  una pequeña gota de acuarela azul pinta su labio inferior. Siempre ha tenido ese mal hábito de chupar los pinceles, y siempre se lo he corregido. Mas ahora mismo me reprimo, no puedo regañarla. Sólo sostenerle la mirada, recostada sobre mi hombro, disimulando la presión que me entumece. No había sentido tanta expectativa desde que se lo dije a mis padres y de eso hace más de veinte años.

   Sandra sonríe a medio labio, arqueando las cejas con algo que me parece sorna.
—Dime algo que no sepa.

   La miro como si me hubiese abofeteado, entre indignada y contrariada. Pero también vulnerable, no tiene sentido negarlo. Negárselo. Sandra me conoce demasiado bien para eso. Sin embargo, esta respuesta no me lleva a nada. El frío asciende a mi pecho y contrae mis pulmones, me ha dejado en un estado de incertidumbre que es peor que el del desconocimiento. ¿Qué se supone debo hacer con esto? quiero pegarle. Dios santo, debería pegarle.

   —Que eres una hija de puta.

   Ella deja el pincel a un lado de la lámina, aún fresca. Me enfoco en la criatura para no encararla, sé que me he sonrojado y sé que lo nota. Es un ángel, o eso creo. Una mujer pájaro, su cabello es larguísimo y lacio, Sandra tiene un extraño fetiche con las aves y el cielo. No lo comprendo, insisto. Pero la delicadeza de sus trazos humedecida por la acuarela azul y rosa me relaja, pese a tener el corazón en la garganta. Me está costando respirar.

   —Ana.

   Mi nombre en su boca me devuelve a la realidad. Su sonrisa se ha suavizado, pero sigue ahí. Pone su mano sobre la mía, que está cerrada en un puño no sé desde cuándo. Siempre ha tenido acceso a mí, un permiso extendido a mi cuerpo. Pero esto se siente diferente. Muy diferente a cualquier tipo de intimidad que hayamos tenido, a cualquiera que su amistad me hubiese ofrecido. Y no lo entiendo, no puedo entenderlo. Es esta incapacidad de trascendencia lo que me ha ofuscado desde hace años cuando la tengo cerca, cuando entre risas y jocosidad nos acostamos a dormir juntas, impregnadas de lo que sea huela una fiesta. Pensé que sería más sencillo, pero no lo es, y me duele la tripa.

 Sandra se levanta, yo me tenso. Mucho. Mi espalda está contra la pared y mi cabeza está dolorosamente hundida sobre mi cuello, que es casi invisible. Su mano está caliente, demasiado caliente, y no se ha separado de la mía. Mientras arrastra la silla hacia atrás, abre mi puño con sus dedos, haciéndome notar que me estaba clavando las uñas en la palma. Aunque el mesón es bajo, sigo estando por encima de su altura. Desde mi posición me siento minúscula, así, consciente de su cuerpo tan cerca del mío. Siento vergüenza, aunque no sé de qué con exactitud, mi primer reflejo es retirar mi mano, pero ella lo impide.

   —Ana —repite, esta vez con un tono que roza lo autoritario— shhhh.

   Aprieta mi mano, entrelazando sus dedos con los míos, huesudos y pálidos. Cómo las odio, siempre he sido tan delgada… la escasa luz maquilla mis brazos y disimula las venas marcada.  Besa las lunas amoratadas de mi palma y desciende por mi muñeca, tiemblo. El contacto de sus labios es un interruptor que enciende los escalofríos de mi cuerpo. No ha dejado de mirarme, sus ojos oscuros son como dos pozos que me absorben, siento que estoy en arena movediza y que si me muevo me hundiré. Así que no lo hago. No sé qué estará pensando ella, nunca lo sé, pero su respiración acompasada me hace creer que está mucho más segura de lo que hace que yo de lo que creo. Lo cual, siendo honesta, me sorprende. Su mano libre escala por mi brazo desnudo, deteniéndose en la cara interna de mi codo y acariciándola con el pulgar, apretándome. Sigue subiendo hasta mi nuca, abriéndose paso entre mi cabello lacio, apenas halándome para que me incline a la altura de su rostro con un gesto laxo que me tranquiliza y autoriza para continuar. La beso. Nos besamos. No es la primera vez, lo hemos hecho jugando, rozar nuestros labios superficialmente para hacer el tonto. Ahora es totalmente distinto. Y tampoco tengo interés alguno en ser superficial.

   En un comienzo la unión de nuestras bocas es dulce, casi inmóvil. Sólo sintiendo la calidez de ambas. Suelta mi mano y su agarre se muda a mi cadera, la dejo acomodarse entre mis piernas delgadas, la quiero cerca, muy cerca, tan cerca que nunca más tenga que separarme. La punta de su lengua se pasea por la rendija de mis labios entreabiertos, la dejo entrar sin pensarlo demasiado. Su saliva es dulce, acuosa, ligeramente ácida por la pintura de los pinceles que ha chupado. Suspiro, recordar a Sandra hacer eso cuando tiene mi lengua en su boca puede no ser la mejor idea, pero cuando decide hundir sus dedos en mi nuca y profundizar el beso, succionándome la lengua, se convierte en la mejor idea de todas. Me duele un poco la espalda de estar doblada, pero no quiero interrumpir nada. 

   Por un momento me siento como un pajarillo que liba de su flor favorita. 

    Trémula, me bajo de la mesa y la echo sobre la silla, que retrocede un par de centímetros por el peso de ambas. Sentada en su regazo acuno su cara entre mis manos, sin saber si el rojo de sus mejillas es el de siempre o es resultad del asalto del beso anterior. Lo vuelvo a hacer. La beso como si me faltara el aire, con hambre, con saña. La dejo meter sus dedos bajo la pretina de mi jean, desde mi vientre a mi espalda, jugueteando en el espacio que queda entre mi coxis y el pantalón. Me agarra el culo y gimo, ella se ríe.

   —Qué sensible.

   Le muerdo el cuello, apenada. Sabe lo mal que se me da lo de ser expresiva. Sin embargo, mi reprimenda parece alentarla a seguir provocándome. Mete sus manos bajo la blusa de tirantes y acaricia la longitud de mi columna con la uña del pulgar, haciéndome doblar en un escalofrío, su pecho núbil sube y baja contra mi abdomen. De repente siento lo inevitable: el complejo. Cuando tienes sexo con mujeres —siendo mujer— ocurren dos cosas: eres consciente de lo mal que te han tocado y que te has tocado tú misma, y te acuerdas de todas las inseguridades que vienes arrastrando desde que tienes once años. Sandra es voluptuosa, sus senos pueden fácilmente rebosar mis manos. Y aunque aquello sea un componente de lo que otros tachan despectivamente como gordura, yo lo amo. Al lado de ella, encima de ella, me siento un palillo desabrido. Sus manos, aunque pequeñas, no están ni cerca de llenarse con mis pechos y es lo primero que se me viene a la cabeza cuando los toca por debajo de la blusa, amasándolos con dulzura, como trata a sus pinturas. Me siento una de ellas. Sandra parece leerme la angustia y me despoja de la blusa, lamiendo y succionando sobre el seno izquierdo, dejando una marca amoratada y carmín.

   Acaricio sus brazos, los aprieto y araño. Mis manos suben y bajan por su estómago, tengo este problema de que cuando algo me encanta, lo hace de manera compulsiva. Y así como, en el contexto que sea. Necesito sentirlo todo, tocar todo, marcar todo. No es una forma de posesión, sino de establecer, de saberme real, humana. Y animal. Sandra gime cuando meto mi mano en su ropa interior, sin desabrochar su pantalón aún. Esta posición todo es más apretado así que procuro no lastimarla, no de una manera que no le guste. La humedad de su centro se ha filtrado por sus pliegues y no tengo necesidad de lubricar más para abrirme paso entre ellos, trazando pequeños semicírculos en la corona de su sexo; me aprieta las caderas, abrazándose a mí y escondiendo su rostro en mi pecho. Su respiración ha perdido la calma que la caracteriza, la siento exhalar torpemente contra mí y sonrío, acariciando su cabeza luego de deshacer el moño, mi mano izquierda se pierde en la cascada de hebras ceniza y miel que cae por su espalda, y mi mano derecha se pierde en los remolinos hirsutos de su entrepierna. La consuelo mientras introduzco el dedo corazón, muy lentamente, detallado los canales de sus paredes.

    Siento el olor de su shampoo de flores perderse con el tenue aroma de la pintura de taller y la esencia agridulce del su cuerpo. El sexo tiene un olor particular, único, que puede ser descrito de distintas maneras según con quién te acuestes. Con Sandra huele a sol, una concentración justa del ácido natural de toda mujer y el almizcle de su lujuria. Me tomo mi tiempo para explorarla, aunque la sepa impaciente. Mi dedo se estira y retira de su interior con gentileza, resbalando. No he dejado de consentir la pequeña semilla palpitante con mi pulgar, pero me permito tomar pequeñas pausas para no abrumarla. Le beso la coronilla, la sien, la frente perlada por la fina capa de sudor, los párpados entrecerrados de entrega. Retiro mi dedo de su interior y vuelvo introducirlo, esta vez junto al anular, torciéndolos en un pequeño gancho que no va más lejos del pequeño monte carnoso que ubico bajo su pubis. Presiono, esta vez, masajeándolo. Sandra tiembla, cerrando sus piernas alrededor de mi mano. La siento retorcerse debajo de mí mientras rozo su exterior y hundo mis dedos en su carne caliente. Rompo la parsimonia de antes y dejando caer mi peso sobre sus piernas para que no se mueva, llenando su boca con mi lengua y ahogando sus gemidos. Le sostengo de la nuca y luego del cuello, apretando sus lados, y disfrutando cómo se marcan en su piel tostada, dejando huellas rojas y cortándole, sólo un poco, la respiración. Mantengo el ritmo de mis dedos por varios minutos, hasta que finalmente se ve obligada a separar su boca de la mía para respirar entre contracciones que me tuercen los dedos. Los dejo adentro un poco más para no hacerle daño, acariciando sus cabellos en lo que los espasmos se van deteniendo. Mi corazón late con el mismo frenesí que el de ella.

   La cojo del mentón para que me mire, sacando mis dedos y llevándomelos a la boca. Arruga el entrecejo con pudor y la beso, haciéndola saborearse a sí misma. Tiene los labios helados. Le muerdo ligeramente el inferior y sonrío, limpiando la pequeña línea salada que recorre su pómulo. Aún tiene los ojos brillantes de lágrimas, su semblante es el de un felino agotado, pero irremediablemente hermoso.

   —Qué sensible.

Le digo, riéndome de cómo su boca se tuerce como si le hubiese dicho algo terrible. Como la tengo ahora, Sandra es una definición literal que puedo comprender perfectamente, incluso conservando lo abstracto de su mutismo. Un estupefaciente nostálgico que me engancha y enreda con la sutileza de un remolino. Ella me mira, noto cierta confusión en sus ojos, respondo a su duda abrazándola. Qué bonita es.