Si
fuese ciego, sabría que la tristeza es de color amarillo. Endémica y
malquerida, es la única emoción que sin más sentido que el de mi propia
existencia, sin edulcorantes literarios, sin predisposiciones culturales o el
ego de la experiencia y el desgaste de los (mis) años, identificaría así, tan
vehementemente, con la luminiscencia enferma del cielo. He nacido sabiéndolo, y
moriré afirmándolo.
El
aluminio pincha las yemas de mis dedos; aprieto y acaricio los bordes del
blíster de escitalopram dentro del bolsillo de mi chaqueta. Pram. Pram. Pam.
Pam. Pam. ¿No es gracioso cómo todas estos fármacos riman? son como pequeñas
mentitas placebo. Te vas a estrellar contra la pared, pero lo harás riéndote. Una
dosis de felicidad a cambio de tu libido
por la vida, no necesitas coger si ésta ya te está violando. Aprieta los
dientes, afloja y disfruta. No me quejo, sin embargo, hace años que me he
resignado. Confabulado con este amarillo. El amarillo.
El
cielo es una fotografía macilenta, una cobija con pequeñas pelusas de humo y
contaminación lumínica que apenas despierta tras la partida del Sol. Un
electrocardiograma de edificios tan altos como frágiles.
Cuando
contemplas el panorama desde el otro lado de cuatro canales de circulación
sientes un tipo de claustrofobia nostálgica. Sabes que eres una silueta difusa,
endeble, desfigurada por el movimiento de los automóviles, pero también sabes
que estás. Estás. Y eso es lo más aterrador de todo. De este lado de la
autopista veo todo más claro; la claustrofobia causa un tipo de excitación que
me arrastra al niño en su primer día de clases, al primer beso, al primer beso
de verdad, la primera vez que se rompe el corazón y que nunca volverá a ser
igual. Lo siento en mis entrañas, este calor que me congela las vísceras, que
eclosiona en la mucosa y se empasta contra mi paladar, saliva espesa, dulce,
amarga. Pam, pam, pam, me pincho con la lámina torcida de aluminio. Pasa un
auto, pasa otro, estoy a dos metros de ser un monigote de plastilina estirado
sobre el pavimento, una mancha abstracta y violenta. Estoy a un metro de salir
de este negativo, volver a la cama, coger el teléfono y esperar por la
compasión de Alba, esperar por su resignada y anómala dulzura. Alba, Alba...
—¿Todo
bien?
La voz
a mi lado tiene rostro de impertinencia tímida. Sus ojos se entornan sobre mi
cara; sé lo que busca y no se lo doy. La sola idea de ocupar el papel dramático
del hombre derrotado por su propia mente revuelve en mí cada derivado del asco
que recuerdo.
—Todo
bien.
No
miento, pero eso no es algo que esta muchachita vaya a entender. Es alta y enjuta,
lo desaliñado de sus rizos recogidos en un moño torcido resalta la juventud
demacrada de su rostro. Debe tener unos veinte o veintidós años. Hay algo en su
postura que me recuerda a una rama húmeda y torcida, tal vez el brillo
oleaginoso sobre su rostro trigueño. Ni siquiera me molesto en seguir la «conversación» preguntándole qué quiere
o por qué se encuentra aquí. Sigo jugando con el blíster.
Ella
vuelve a romper el ruido con su voz, más indiferente, menos cohibida.
—¿No es
necesario que sea de esta forma, o sí?
Por
supuesto, no tengo otro interés más que sostener una charla filosófica al azar
con alguien a quien le saco al menos quince años. El destello de las luces
anaranjadas y rojas me irrita los ojos. No he parpadeado en un buen rato, y
ella tampoco lo ha hecho. Sus brazos son dos varas de plomo pesado a sus lados,
no logro ver sus manos bajo el largo del suéter gris, pero sí los cardenales en
los lados de su cuello y las grietas en sus labios. Cada quien ama como puede,
creo. Pienso en Alba; no es mi amiga, no es mi amante. Tan dispuesta a asumir
mis culpas, mi existencia es un cilicio en su cuerpo, oh, su cuerpo… cómo me
gustaría que fuese sólo eso lo que necesitara de ella. Me quiere lo suficiente
para dármelo, aunque sólo pueda sentirse usada una vez mi melancolía se aburre
de ella, mas la amo lo suficiente para detenerme y no tocarla. No vulnerarla.
No más de lo que ya he hecho. No más.
—No
—respondo, sin más cavilosidad, presionando el puente de mi nariz para aclarar
mi vista. Me duelen los dedos—, ¿alguna cosa lo es?
La
mujercita se encoge de hombros, mirándome de soslayo. Sus ojos pequeños e
hinchados me muestran una decepción profunda, casi espiritual. Por un momento,
logra desempolvar en mí una curiosidad caprichosa, pero no menos apática.
—¿Para
ti es necesario?
Pregunto,
ella se acomoda distribuyendo su peso sobre la pierna derecha, cruzándose de
brazos.
—Yo
también he hecho cosas de las que no me siento orgullosa.
—Oh
—bufo—, ¿puta?
—¿Qué?
Por Dios, no.
Su
semblante, hasta ahora estoico, está adornado por una mirada confundida ante mi
razonamiento inmediato. No obstante, ambos nos reímos quebradamente.
—Es
normal —reflexiono en voz alta—, yo tampoco sería puta.
Ella se
relame los labios pálidos, amoratados.
Puede
ser que haya decidido enterrarme a mí mismo en el lodo, sin embargo, no miento
cuando lo digo. El amor de esas mujeres demuestra el horror de la propia
humanidad. Claro; es que el amor es eso: un acto de violencia permitido en el
mayor estado de necesidad, de miedo. De posesión. Pienso en Alba y en su afecto, tan asqueroso
para sí misma y tan hermoso para mí; ¿cómo alguien puede ser tan devoto a quien
lo masacra? conformándose con tan poco, tan poco como es mi permanencia. No me
necesita, sabemos que no me necesita, pero eso no le prohíbe entregarse con
tanta necesidad como hace falta para tenerme. Y no me tiene. Porque no puedo.
No puedo.
—¿Por
qué permitir tanto?
Indago,
detallando sus marcas. Reconozco la mancha febril del sexo, y así como el
amarillo, es una quemada palpitante que resguarda la susceptibilidad del
individuo que agrede, que socava el cuerpo del otro en busca de su centro. Soy
ese individuo. Más no ese otro. Ese que tan sólo corroe y masca en la carne que
llora esperando pacientemente que acabe. Es una realidad incontrovertible en la
que me reconozco inocente, pero conocedor.
Ella
calla, sonríe, y se abraza a sí misma. Las farolas se encienden cuando el cielo
se apaga, intermitentes, frágiles. Escucho la electricidad correr por los
postes y la respiración de ella entrecortarse.
—Quién
sabe —suelta, en un hilo de voz—, desespero, tal vez —ante mi silencio,
prosigue, ausente, mirando a algún punto del otro lado de la autopista—. El miedo
puede obligarnos a hacer cosas espantosas. El miedo a perder, el miedo a no
haber tenido nunca algo que perder. Pero, y éste es definitivo: el miedo a ser
perdido —sin distinguir si todo esto es locuacidad o verborrea teatral, me
encuentro enganchado por la última resolución. Ella me mira, se desnuda de su
abrazo y aprieta sus manos una con otra, estirando las mangas—. Si no te culpas
tú, tendrás que culpar al otro, y eso significa hacerte conocedor de sus
motivos, ¿no es más fácil, entonces, permitir tal crueldad ya familiar antes
que enfrentar esa que espera?
Una
náusea repentina me recorre. ¿Es eso? ¿el pánico de encontrarte con la verdad
la agresión, del abandono, de la insistencia egoísta? Si no te culpas tú,
tendrás que culpar al otro —porque no hay mentira más vulgar que pensar que las
cosas simplemente suceden—, ¿dolerá más la herida que te abre, o enjuiciarle y
descubrir, quizás, que su razón no es siquiera una venganza cínica, sino un
simple capricho? ¿es eso lo que siente ella? Alba, Alba, mi Alba…
—Preferimos
permitir el dolor antes que dejar que a quien amamos se haga consciente de que
lo causa —no, no, no quiero escuchar esto—, pero nos da más miedo pensar que
muy en el fondo, es consciente de ello.
Lo soy.
¿Lo disfruto? lo hago. Lo admito, hay un extraño placer en inficcionar el alma, en sodomizarla. Es su
entrega lo que más me repugna, pero también lo que más amo. La amo, la amo,
¿cómo no amarla? me uso para lastimarla porque quiero alejarla, mutilo mis
alas, mis brazos, mi lengua, porque sé que me suturará mientras llora y gime, y
espera, me espera. ¿Es el odio a sí misma o su amor por mí lo que le permite
quedarse? Veo a esta mujer a un lado, tan imponente como muda, y la angustia me
posee. La miro, y contemplo aquello que me ha dejado de pie aquí: la fe mansa.
La esperanza. Aquella a la que no le duele ser abusada, sino la lamentación de su
abusador.
Quiero
vomitar.
¿No es
esto la prueba más fehaciente de que no necesitamos creer en un Dios?
La
claustrofobia. El amarillo. El cielo. Los autos. La noche. El ruido. Las luces.
La emoción. La tristeza. Esta maldita tristeza.
—¿Todo
bien?
Pregunta
ella. Asiento, mecánico, sin saber exactamente qué más hacer. Ella sonríe a
medio labio, se da la vuelta y se aleja. Se va.
Luego
corre en dirección opuesta, y antes de que pueda parpadear, brinca al canal
frente a nosotros. Escucho el claxon, el golpe, y el chirrido del proyectil metálica
de ocho ruedas derrapar metros más adelante. Sin parpadear. Su cuerpo es una
figura rota en el pavimento, una pierna, un torso entre tirones de tela, un
cráneo triturado entre cabellos mojados de masa encefálica y piel deshecha en
el piso.
Y el
amarillo.